jueves, 30 de julio de 2009

miércoles, 29 de julio de 2009

Estrellas

Todos los viernes y sábados los muchachos nos juntábamos en la cantina de Don Ignacio, allá, en el barrio de La Paternal, el mismo barrio que vio crecer a Pappo. Don Ignacio nos esperaba siempre con dulce alegría. Él nos conocía de muy chiquitos porque éramos amigos del fortín, Pablito, su hijo. Era la mejor cantina del barrio. Nuestra cantina. Éramos los mismos de siempre.
De niños nos encontrábamos en la cantina a la salida de la escuela. A veces trasgredíamos los límites que nos imponía Don Ignacio y salíamos a jugar a la vereda. Pero apenas nos veía se enojaba mucho, especialmente cuando notaba que el delantal blanco de Pablito se había ensuciado.
El tiempo pasó, nosotros crecimos sin dejar rastro de la infancia, pero los pibes nunca abandonamos la cantina. De adolescentes, antes de ir a los recitales, tomábamos unas cervezas en la cantina con Don Ignacio, mientras algunos de los pibes escribían y dibujaban las banderas que llevábamos a los recitales. Escribíamos las frases de la banda que más nos gustaban pero siempre abajo firmábamos “Los pibes de La Paternal”.
Pablito era uno de mis mejores amigos. Siempre estaba en la cantina con su novia, Yanina, un piba bastante tímida pero buena gente. Se llevaban muy bien, nunca peleaban, aunque, sinceramente, ¿quién podía pelearse con Pablito? La paciencia que tenía este pibe nunca la pude encontrar en nadie. Siempre de buena cara. Era admirable Pablito.
El negro también era un ídolo pero siempre andaba loco, nunca podías hablar seriamente con él. Mi vieja no lo podía ver, decía que era mala influencia. Le caía mejor el Toti. Se ganaba el cariño de todo el barrio. Iba a todos lados con la guitarra y su novia, Luji. Ni hablar de las topper rotas y la remera de los Gardelitos. Nunca se las sacaba.
El que siempre llegaba tarde a la cantina era el gordo. Ése sí que era un fenómeno. Lo mirabas y ya te reías. Tenía una increíble facilidad para contar chistes y mantenerse serio. Yo sabía que detrás de esa seriedad se escondía una inmensa felicidad de vernos a todos descostillarnos de la risa. Siempre lo bardeaba al colo porque era colgado. Nosotros también lo cargábamos porque siempre se reía de los chistes cuando los demás terminaban de reírse. El colo se llevaba muy bien con Gustavito, un tipazo, pero muy peligroso cuando se enojaba, no podía controlarse, aunque para que se enojara había que molestarlo mucho o simplemente comentarle lo buena que estaba su hermana, Laurita. Todos estábamos enamorados de ella, era la morocha más linda del barrio. Ella sabía que era hermosa. Se la pasaba en la cantina diseñando y dibujando las banderas. El único defecto que tenía era que cada diez minutos se arreglaba el flequillo stone.
Son buenos recuerdos esos. La pasábamos muy bien y nos queríamos mucho. No es que ahora no nos sigamos queriendo pero todo cambió después de esa noche calurosa de diciembre. Esa noche perdimos a Pablito y Don Ignacio se volvió loco de la tristeza. Cerró la cantina. Yo me mudé a Chacarita y ya no veo tanto a los pibes. Me los cruzo una vez por año, en las marchas, todos los 30 de diciembre.
Nunca dejo de extrañarlo. Se que los pibes también lo extrañan. Las últimas semanas de diciembre son difíciles de vivir. Porque vivir implica revivir lo que de infernal tuvieron esos días. A veces tengo miedo, otras veces desesperación. Miedo porque Pablito es una estrella y después de las doce pocos son los que recuerdan y muchos los que olvidan y dicen sin cesar "feliz año nuevo". Llenan el cielo de fuegos artificiales, como si fuese el día más feliz del año y siempre se olvidan que la estrella de Pablito se hace ininteligible con tanto humo. Y desesperación por no poder entender y porque a Pablito ya no lo voy a volver a ver.
Se que el dolor pesa menos cuando el caminar es conjunto. Deberíamos estar más juntos que nunca. Pero yo no puedo. Con el único que sigo hablando es con el gordo. Ya no hace tantos chistes como antes. Y cuando los hace ya no son tan graciosos. Siempre que necesitamos hablar de ese tema nos encontramos en la plaza a la noche, cuando las estrellas inundan el cielo, y paradójicamente, no hablamos, pero es como sí lo hiciéramos. Pronunciamos muy pocas palabras, el resto es todo silencio. Pero un silencio dulce. Cuando alguno cae el otro sabe que debe permanecer bien firme porque si los dos caemos es más difícil levantarse. Y así permanecemos horas mirando el cielo. Éste es el único momento en que consigo algo de paz y algo menos de dolor y desesperación. Estoy seguro que el gordo también siente lo mismo. Pero cuando miramos aquella estrella, siempre firmes, nunca olvidamos que junto a ella, posan 193 estrellas más.

viernes, 10 de julio de 2009

Mi continuación de "Desayuno" de Jacques Prévert

Fue al anochecer cuando llegó a su casa. Llovía. Estaba empapado. Tomó la llave del pantalón pinzado negro. Abrió la puerta y se sacó el sombrero. La madera del piso crujía con cada uno de sus pasos. El ambiente era negro, oscuro; las luces estaban apagadas. Entró a la habitación tanteando con las manos primero la silla, luego, la biblioteca. Tropezó con la mesita ratona y gritando maldijo a su madre. Se recostó en la cama del lado izquierdo como de costumbre y encendió la televisión con el control remoto. Con la débil y tenue luz que aquella generaba, contempló su mano izquierda. Detuvo la mirada en el objeto dorado que adornaba uno de sus dedos.
Bruscamente saltó de la cama y tomó unos cuantos almohadones de la habitación contigua. Se recostó nuevamente, ésta vez del lado derecho; del lado opuesto colocó los almohadones. Durmió.
Afuera todavía llovía a cántaros.

martes, 7 de julio de 2009

Teoría del transeúnte

A las personas debemos recordarlas o reconocerlas no precisamente por lo que dicen, o por la manera particular de enunciar lo que dicen. Tampoco por su color de ojos, ni por los escritores a los que leen, ya se trate de autores como Marx, Rousseau, Borges, Nietzsche, Stephen King, Franz Kafka, etc.
Por el contrario, a las personas hay que recordarlas o reconocerlas por su caminar o, más exactamente, por los modos particulares que hacen a un caminar específico, propio de la persona en cuestión. Éste es y será su patrimonio más valioso. Y para nosotros, éste comprende una útil cualidad económica pues nos ahorrará, si nuestra intención es reconocer, muchos pasos y, si nuestra motivación es recordar, lo que nos ahorra serán un montón de recuerdos que, al fin y al cabo, hacen que los domingos sean más tediosos y los lunes, más marrones.
Cuando hablo de los modos específicos del caminar, me estoy refiriendo a caminares: impulsivos, desganados, colgados o soñadores, sólidos, elegantes, atentos, rígidos, bailarines, energéticos, seductores, rápidos o lentos, mirones, perversos, bizarros, atareados con teléfono móvil, entre otros.
Si esta posibilidad de excelencia económica queda, por alguna razón, obstruida, entonces recurriremos al recuerdo y/o al reconocimiento de la persona mediante el estudio minucioso de sus zapatillas, a saber: sean éstas limpias o sucias (incluyendo los términos medios, es decir, sus diferentes grados, evitando, de esta manera, caer ingenuamente en extremismos indeseables), gastadas o viejas -que no es lo mismo-, novatas, robadas, truchas o verdaderas, simpáticas, serias, abandonadas, con los cordones atados o desatados, etc.
El estudio del caminar podrá complementarse, de ser posible, con el segundo provocando, de esta forma, que la evaluación sea mucho más rica y completa.

viernes, 3 de julio de 2009

DESAYUNO

Echó café
en la taza.
Echó leche
en la taza de café.
Echó azúcar
en el café con leche.
Con la cucharilla
lo revolvió.
Bebió el café con leche.
Dejó la taza
sin hablarme.
Encendió un cigarrillo.
Hizo anillos
de humo.
Volcó la ceniza
en el cenicero
sin hablarme.
Sin mirarme
se puso de pie.
Se puso el sombrero.
Se puso el impermeable
porque llovía.
Y se marchó
bajo la lluvia.
Sin decir palabra.
Sin mirarme.
Y me cubrí
la cara con las manos
y lloré.

Jacques Prévert