domingo, 18 de octubre de 2009

martes, 13 de octubre de 2009

En el borde de la noche

En el borde de la noche, en lo distante y callado
Dónde las plegarias se disipan entre cúpulas de memoria
Y las olas se lanzan a los cielos como lobos hambrientos;
Viciado de pretéritas semejanzas y de sucias cercanías,
Es mi cuerpo navío de carnes tácitas, labriego de tierras profanas.

Sombra cansada, manto saciado de proclamas pueriles
Dícese el silencio que me acoge y me ahoga entre parapetos y relicarios;

Palabras destiladas, clamor de una voz pulcra y lejana:
Hojarasca que yace en el suburbio de mi latido,
Pasión de naturalezas muertas que arroja besos al olvido.

Nada hiere mi nombre de ojos lapidados por el adiós del alba,
Pero insistes en dar sangre al mármol de mi piel sentenciada,
Es qué no puedes rendir tu palabra luego de gozar?
Qué debe decir el marfil de este horizonte moribundo?

Acaso no lo haya dicho aún
Pero no aspires entre deseos al ápeiron ni a los vástagos de la inmensidad,
Que te baste el fuego efímero, la emancipada flor y el incauto sacrificio:
Éste, mi aire, es de espigas entre tallos sin mañana.

Facundo

viernes, 9 de octubre de 2009

Te odio Oscuridad

Es de noche, está oscuro. Somos muchos, estamos parados en una vereda muy angosta, apenas entramos todos; nos agarramos de la mano, nos apretamos muy fuerte. Cierro los ojos. Llega un auto, viene a toda velocidad. Alguien aprieta de golpe los frenos y el auto se detiene. Baja un tipo. Está completamente desorbitado, fuera de sí, no entiende, no puede soportar el resultado de la sentencia, se pone loco, empieza a gritar y a llorar, no tolera un dolor tan inmenso. Otros dos bajan del mismo auto, tratan de controlarlo, cada uno lo toma de un brazo, pero el tipo los putea, los sacude y logra soltarse. Saca un arma. Nos mira con los ojos empañados de lágrimas, y entre el llanto y una risa enferma, nos apunta. Grita algunas cosas que no recuerdo y, sin bajar el arma, camina hacia la esquina hasta desaparecer. Se escucha un disparo. Otro más y otro… Ahora son cinco las balas… ahora quince… Nosotros no vemos nada. Todo sucede a la vuelta de la esquina. Creo que corremos, no sé.
Ahora estoy en otro lado. También está oscuro, pero a diferencia de la oscuridad anterior, ésta es artificial porque estamos encerrados y las luces están apagadas. La gente se pone loca al igual que el tipo anterior; muchos empiezan a disparar con sus armas. Estoy tirada en el piso y, a pesar de la oscuridad, veo… Veo cómo la gente se muere por los disparos, caen y mueren como si no valieran absolutamente nada. Tengo miedo, no sé como voy a salir de ésta. Trato de no moverme. Espero que termine. Tiene que terminar.
Salgo, no sé cómo, pero llego a una heladería. Dos viejas que parecen ser las dueñas del negocio están sentadas en una mesa redonda y pequeña, una frente a la otra. Hablan con un viejo arrugado que está parado próximo a la mesa. Chusmean acerca de lo que acaba de suceder, “qué idiotas” pienso. Me desborda la bronca pero me contengo porque tengo que pedirles que me dejen pasar al baño y llamar a mi vieja para avisarle que estoy bien. Entro al baño, saco el celular que casi resbala de mis manos y trato de llamarla pero no puedo, no sé por qué.
Ahora estoy en una casa muy vieja, desordenada y con olor a humedad. Estoy acostada en una cama y aparece una compañera de la facultad y me dice ¿boluda, qué hacés acá? No le contesto, en realidad no sé que hago acá. Me meo en la cama.
Me despierto, estoy transpirada, tengo mucho calor, agarro el celular y miro la hora, son las 03:24 de la mañana. Me estoy re meando. Pero tengo miedo. Mucho miedo. No quiero abrir los ojos y ver que mi habitación está oscura. No puedo ir al baño. No puedo enfrentar la oscuridad.
Es estúpido, sin embargo, no puedo evitar pensarlo, a veces tengo miedo de levantarme a la noche, en medio de la oscuridad y que aparezca una mano de la nada (o de la oscuridad), me agarre del tobillo y me pida que, por favor, le salve la vida.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Balance del mes de septiembre

Fue un viernes cuando te pregunté. Si no me equivoco fue hace casi dos semanas. Era muy tarde, habíamos terminado de cenar hace tiempo. Te llamé y no contestaste. Me levanté de la cama y fui a la cocina donde supuse que todavía estarías. Sentado de espaldas al televisor y con el ceño fruncido, deslizabas tu mano izquierda con preciso cuidado sobre las hojas casi amarillas del libro diario; supongo que las precauciones consistían en evitar que tu mano corriera la tinta azul, todavía fresca. Con un gesto poco cortés me diste a entender que te estaba interrumpiendo, que ya era demasiado el humor que te generaba tener que terminar en tu casa el trabajo que no pudiste terminar durante la semana. Y yo con esos interrogantes de siempre. Pero no podía evitar la pregunta; el jueves habíamos hablado casi sin hablar y, a pesar de la oscuridad que genera hablar sin hablar, tu decisión había sido lo suficientemente clara, al menos hiciste lo que pudiste para que yo así lo entendiera. Pero, ¿cómo hacés para poder vivir así, con tanta porquería sin responder, tanta oscuridad, tantos asuntos inconclusos?
Esta vez me importó muy poco que me echaras de la cocina sin decírmelo con las palabras y te pregunté, así no más, sin frases que adornaran la situación, sin gestos que anticiparan la pregunta y mirándote directo a la cara: ¿Alguna vez te equivocaste al tomar una decisión? No me mirabas, fingías seguir concentrado en tu tarea inconclusa de oficina que es lo mismo que decir con tu tarea de continuidades perfectas, rutinas tranquilizadoras sin errores pero sin milagros. Mientras tu mano izquierda delineaba con su cursiva perfecta "documentos a pagar" en el haber, me respondiste No, un No seco y terminante, de esos que siempre comunicás pero nunca decís. Me acerqué a la mesa y tratando de disimular el temblor de mi voz te pregunté cómo estabas tan seguro que esta vez no te equivocarías, te dije que a veces pienso que sí lo estás haciendo, que no sé por qué, precisamente porque no me lo decís…
En fin, el balance del mes de septiembre te dio mal o, al menos eso me pareció porque de repente, con el carácter casi amable que tenés, te hundiste en un llanto triste pero dulce y tapándote la cara con las manos me pediste que te dejara solo.