Preso a mi clase y a ciertas ropas,
voy de blanco por la calle cenicienta.
Melancolías, mercancías me acechan.
¿Debo seguir hasta la náusea?
¿Puedo, sin armas, rebelarme?
Ojos turbios en el reloj de la tarde:
No, no ha llegado el tiempo de la total justicia,
el tiempo es aún de heces, malos poemas, alucinaciones
y espera.
El tiempo pobre, el poeta pobre
se funden en igual callizo.
En vano intento explicarme, los muros son sordos.
Bajo la piel de las palabras hay cifras y códigos.
El sol consuela a los enfermos y no los renueva.
Las cosas. Qué tristes son las cosas, consideradas sin énfasis.
Vomitar este tedio sobre la ciudad.
Cuarenta años y ningún problema
resuelto, ni siguiera planteado.
Ninguna carta escrita ni recibida.
Todos los hombres vuelven a casa.
Son menos libres pero llevan periódicos
y deletrean el mundo, sabiendo que lo pierden.
Crímenes de la tierra, ¿cómo perdonarlos?
En muchos tomé parte, oculté otros.
Encontré algunos bellos, fueron publicados.
Crímenes suaves, que ayudan a vivir.
Razón diaria del error, distribuida en casa.
Los feroces panaderos del mal.
Los feroces lecheros del mal.
Prender fuego a todo, incluso a mí.
Al joven de 1918 lo llamaban anarquista.
Sin embargo mi odio es lo mejor de mí.
Con él me salvo:
y a casi nadie doy una esperanza mínima.
¡Una flor ha nacido en la calle!
Pasan de lejos, tranvías, autobuses, ríos de acero del tránsito.
Una flor todavía descolorida
engatusa a la policía, rompe el asfalto.
Guarden completo silencio, paralicen los negocios,
les aseguro que ha nacido una flor!
Su color no se percibe.
Sus pétalos no se abren.
Su nombre no está en los libros.
Es fea. Pero es realmente una flor.
Me siento en el suelo de la capital del país a las cinco
de la tarde y lentamente acaricio esta forma insegura.
Del lado de la montaña, nubes espesas van creciendo.
Una lluvia menuda agita el mar como gallina espantada.
Es fea. Pero es una flor. Ha roto el asfalto, el tedio, la náusea y el odio.
Carlos Drummond de Andrade