Fue al anochecer cuando llegó a su casa. Llovía. Estaba empapado. Tomó la llave del pantalón pinzado negro. Abrió la puerta y se sacó el sombrero. La madera del piso crujía con cada uno de sus pasos. El ambiente era negro, oscuro; las luces estaban apagadas. Entró a la habitación tanteando con las manos primero la silla, luego, la biblioteca. Tropezó con la mesita ratona y gritando maldijo a su madre. Se recostó en la cama del lado izquierdo como de costumbre y encendió la televisión con el control remoto. Con la débil y tenue luz que aquella generaba, contempló su mano izquierda. Detuvo la mirada en el objeto dorado que adornaba uno de sus dedos.
Bruscamente saltó de la cama y tomó unos cuantos almohadones de la habitación contigua. Se recostó nuevamente, ésta vez del lado derecho; del lado opuesto colocó los almohadones. Durmió.
Afuera todavía llovía a cántaros.
Afuera todavía llovía a cántaros.
2 comentarios:
Si, ojala el molinete no sea parte de mi destino, me daría mucha tristeza.
Gracias por los soles compartidos amiga
Te quiero muchisimo y el sur nos espera... claro que si
a menos que el molinete de mi destino sea el del metegol!
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