jueves, 28 de enero de 2010
martes, 26 de enero de 2010
“Ella tiene miedo de no saber nombrar
lo que no existe”
Alejandra Pizarnik
lo que no existe”
Alejandra Pizarnik
.
.
me embriagué con una bucanera misteriosa
era la señora de las vendas ocultas
voluptuosa se estremecía de sólo pensarme
junto a la flor que descansa en su lecho
impúdica
la pequeña fiel anunciaba su amor
por poco me engaña
la Virgen de las Respuestas
era casi una mujer
era la señora de las vendas ocultas
voluptuosa se estremecía de sólo pensarme
junto a la flor que descansa en su lecho
impúdica
la pequeña fiel anunciaba su amor
por poco me engaña
la Virgen de las Respuestas
era casi una mujer
sábado, 23 de enero de 2010
El lugar donde un viejo y una piba hacen el amor
En el lugar donde un viejo y una piba
Hacen el amor hay rastros de sangre
Signos de un exceso que firma
Acuerdos con la penumbra
En el lugar donde un viejo y una piba
Hacen el amor crece voluptuoso
El silencio que sacrifica el lenguaje
Vacío de una mentira cordial
En aquel lugar el viejo y la piba
Tienden alegres las manos a la muerte
Acarician su sensualidad la besan
La seducen la enuncian
Por fin en la suavidad de aquel espacio
Se permiten dudar:
Ya no saben con claridad
Quién de los tres es el más cruel
Hacen el amor hay rastros de sangre
Signos de un exceso que firma
Acuerdos con la penumbra
En el lugar donde un viejo y una piba
Hacen el amor crece voluptuoso
El silencio que sacrifica el lenguaje
Vacío de una mentira cordial
En aquel lugar el viejo y la piba
Tienden alegres las manos a la muerte
Acarician su sensualidad la besan
La seducen la enuncian
Por fin en la suavidad de aquel espacio
Se permiten dudar:
Ya no saben con claridad
Quién de los tres es el más cruel
jueves, 21 de enero de 2010
martes, 19 de enero de 2010
Irrevocable
Suena el teléfono. Hay, en el cuarto, dos personas. El hombre está sentado sobre el borde de la cama; los codos sobre las piernas. Con las manos, se tapa la cara. La mujer camina de un extremo a otro de la habitación. Sólo se oye: el timbre del teléfono, las agujas del reloj de pared, la madera del piso crujir con cada paso. Una suave penumbra cubre el dormitorio. Sin embargo, el uno y el otro saben; es de día, ven pequeños rastros de sol infiltrarse por las rendijas de la persiana casi baja. Mientras el hombre se refriega la cara con las manos y la mujer enciende un cigarrillo, sobre la mesita ratona, el teléfono sigue llamando. Nadie atiende. Ella estruja contra el cenicero el cigarrillo que no terminó de consumir. No se apaga del todo y el humo se esparce por la habitación. El teléfono aún no calla; él quiere gritar, mas no lo hace. Sólo mueve de un lado a otro la corbata a rombos marrón. Transpira.
Pero el teléfono cede.
Silencio.
Ambos se detienen. La mujer parada en un rincón del cuarto y el hombre sobre el borde de la cama vuelven absortos la mirada. Parece una eternidad, sin embrago, son pocos los segundos que tarda en sonar otra vez.
Con un movimiento brusco el hombre se levanta de la cama y golpea de un puñetazo la puerta del ropero. Se acerca hasta la mesita ratona y se detiene. Fija la mirada en el teléfono que todavía sigue llamando, respira profundo y, con el temblor de su voz, contesta: ¿Si? Alguien responde del otro lado. La mujer se acerca, acaricia con dulzura la espalda del hombre con un gesto que denuncia la sospecha de que algo de lo irrevocable se desliza por todo el cuarto con injusta libertad. Entumecido, él no habla. Y el teléfono aún está en sus manos.
Mientras tanto, el reloj de pared se detiene, sus agujas dejan de tictaquear y la mujer ve cómo una lágrima que se desprende de la mirada torva del hombre muere en sus labios.
Pero el teléfono cede.
Silencio.
Ambos se detienen. La mujer parada en un rincón del cuarto y el hombre sobre el borde de la cama vuelven absortos la mirada. Parece una eternidad, sin embrago, son pocos los segundos que tarda en sonar otra vez.
Con un movimiento brusco el hombre se levanta de la cama y golpea de un puñetazo la puerta del ropero. Se acerca hasta la mesita ratona y se detiene. Fija la mirada en el teléfono que todavía sigue llamando, respira profundo y, con el temblor de su voz, contesta: ¿Si? Alguien responde del otro lado. La mujer se acerca, acaricia con dulzura la espalda del hombre con un gesto que denuncia la sospecha de que algo de lo irrevocable se desliza por todo el cuarto con injusta libertad. Entumecido, él no habla. Y el teléfono aún está en sus manos.
Mientras tanto, el reloj de pared se detiene, sus agujas dejan de tictaquear y la mujer ve cómo una lágrima que se desprende de la mirada torva del hombre muere en sus labios.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)